Todo lo que quise se vio encarnado en ese hombre perfecto, intacto. En el calor de sus brazos, en la quietud de la fusión de nuestras almas; y el dolor llega a mí al reconocer que el vínculo no existe más. Lloro al reconocerme tan herida, tan llena de adoración, de incondicional pasión hacia aquel ser frágil a veces, fuerte todo el tiempo, bellamente silenciado por el ardor del tiempo y la entrega.
Mi amor, colocado en las nubes para dejarlo caer como gotas que alcancen su piel, como la gloria líquida sumergida en su cuerpo, está temblando; yo estoy temblando, tiritando de locura, del frío que deja su ausencia.
No puedo pedir que vuelva, porque creo que tampoco quiero que vuelva tan sádico, tan bajo, tan ruin, cuando yo conocí la pureza del alma humana, cuando encarnó a mi Dios y me poseyó infinitamente con su sola evocación. También me ahoga pensar que recuperará esa ternura, esa calidez, y entonces se la entregará a alguien que él piense que le adora más que yo, cuando eso es imposible, porque yo daría mi vida, todo lo que poseo, e incluso lo que no.
Pero tampoco lo impediría, porque tal vez lo viera sonreír, y entonces el mundo daría un gran respiro, porque un dios ha vuelto a la tierra, y su felicidad da sentido al movimiento de mis neuronas. Pero secretamente lloraría por no ser madre. Por no ser esposa. Por no ser la compañera del hombre al cual yo decidí atender.
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